Hay algo más castroso que una pinche mosca necia y es: una mosca necia y chismosa. Después de aguantarme las ganas de propinarle un reverendo aplastón en media madre, calmé mi ira contra el bicho y seguí leyendo mi libro en turno. Ulises de James Joyce.
La mosca -hoy occisa- creyéndose poseedora de las vidas de un gato decidió regresar a perturbar mis emociones, y lo hizo con descaro y desfachatez tales que se atrevió a traer acompañante al festín castra-madres. Confiadas en mi serenidad y no contentas con el ya de por sí enfadoso atentado a mi calma, se ponen a cojer en mi blancuzca página 72. Ni pedo, se nos adelantaron en el camino pero disfrutando (espero yo) hasta el último minuto.
Unos leen en cama, otros sentados en el jardín, la mayoría se aísla y lo hace en silencio. No sé por qué, a mí me gusta leer donde hay gente, no en una manifestación, pero sí donde pueda observar los movimientos de diferentes personas. Los sitios que elijo varían dependiendo del tiempo disponible, en la banca de un mercado, en un café, cualquiera menos Starbucks -me caga el lugar, su café no, pero como me gusta observar a las personas mientras leo, encuentro demasiado aburrido el pose del 90% de la gente que acude a ése lugar) El Café Punta del Cielo o el Illy son interesantes.
Y entonces decía que me da por leer en lugares corrientes y comunes, porque en muchísimas ocasiones me he topado que lo que lees está perfectamente ejemplificado en la vida urbana y no me refiero a la forma del escrito, es decir, en su estructura y personajes, sino en el fondo del paradigma que tú leector descubres entre líneas de lo que supones el escritor quiso comunicar.
Esto es, obviamente, porque el autor, ente social, descarga, ya sea en narrativa o ficción, matices implícitos de la convivencia humana, cosa a la que aún renunciando conscientemente para fines de redacción, estamos más que atados inconscientemente.
Me cagan los críticos de libros, me parece que no deberían existir, más bien deberían existir críticos de gramática, ortografía y signos de puntuación. Ponerse a querer afirmar categóricamente lo que un autor quiere representar es como estar tras bambalinas en un teatro con un celular e informando a la audiencia lo que va a suceder, y lo peor, explicar el por qué sucedió y sucederán las cosas. Es pretencioso y se va la magia. La magia de un libro, como la de un disco, como la de una película, una fotografía, una escultura, o una plática interesante es eso, el jugarle al paleontólogo y por medio de finas claves que tú viste y yo tal vez no, nos llevan al descubrimiento más sensacional que une al raciocinio con la imaginación, por medio de conexiones cableadas con la fibra óptica de la experiencia.
El otro día escuché una entrevista que le hicieron a Diego Luna, acerca de su nueva obra de teatro El Buen Canario. Le preguntaban la causa por la cual él había decidido hacer teatro, siendo que ya cuenta con cierto renombre mundial en el cine. Él contestó: La magia del teatro es que es una experiencia única, porque está ocurriendo allí, frente a tus ojos, si hoy alguien se cae o cambia cierta palabra o se para en otro lugar, los únicos testigos y dueños de esa experiencia son los asistentes en ese específico momento.
Luego entonces, yo llevaría las palabras de Diego a un contexto más amplio, lo extendería a cualquier cosa que hagamos o se nos ocurra hacer, vivirlo como una experiencia única y vivir de ella, pues es eso lo que siempre andamos coleccionando en nuestro cofre memorativo, experiencias únicas aderezadas de sentimiento y razón.
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